Epístola 4

Epístola cuarta de las Epístolas Morales a Lucilio

Traducciones

Traducción de Francisco Navarro y Calvo

Del miedo a la muerte

[1] Persevera como has comenzado, y apresúrate cuanto puedas a fin de que goces largo tiempo del placer de ver tu ánimo dulcificado y ordenado. Gozarás también mientras lo dulcificas y ordenas; pero es muy distinto placer el que brota de la contemplación de un ánimo espléndido y puro de toda mancha.

[2] Recuerdas, sin duda, el gozo que experimentaste cuando, abandonada la pretexta, vestiste la toga viril y te presentaron en el Foro; pues gozo mucho mayor te prometo cuando, desechada la debilidad de los niños, la filosofía te dé la fuerza de los hombres. Verdad es que no somos niños ya, pero aún retenemos algo de la puerilidad; y lo que es peor, tenemos la autoridad de los ancianos con los defectos de los niños, y de los niños de cuna: aquéllos se asustan de cosas leves, estos de lo falso, y nosotros de las unas y de lo otro.

[3] Aplica esto ahora, y conocerás que hay ciertas cosas que son tanto menos de temer, cuanto que nos quitan muchos motivos de temor. Nunca es grande el mal cuando es el último que debe llegar. ¿Llega a ti la muerte? De temer sería sin duda si pudiese permanecer contigo; pero es indispensable que no llegue o que pare.

[4] —Difícil es, me dirás, acostumbrar el ánimo al desprecio de la vida. —¿No ves que diariamente se la abandona por causas frívolas? Uno se ahorca a la puerta de su amiga; otro se precipita desde el tejado, porque no puede soportar más tiempo a un amo indigesto; aquél se clava la espada en el vientre por no volver al punto de donde se había escapado. ¿No crees que puede hacer la virtud lo que hace poderosa preocupación? No puede tener vida tranquila quien solamente piensa en prolongarla y cuenta entre sus bienes más grandes el número de cónsules que ha visto.

[5] Piensa con frecuencia en todo esto, para disponerte a abandonar libremente la vida que la mayor parte abrazan de la misma manera que abrazan las espinas y los abrojos aquellos a quienes arrastran las aguas de un torrente. Muchos fluctúan miserablemente entre el temor de la muerte y los disgustos de la vida; no quieren vivir y no saben morir.

[6] Regocija tu vida desechando el temor de que has de perderla. Ningún bien aprovecha a quien lo posee, si no está decidido a perderlo cuando sea necesario. Ahora bien: nada puede perderse con menos sentimiento, que aquello que no puede desearse después de perdido. Debes endurecerte contra todas las desgracias que puedan sobrevenir, hasta contra las más grandes.

[7] Un pupilo y su eunuco decidieron de la vida de Pompeyo; un Partho cruel y aislado, de la de Crasso. Cayo César obligó a Lépido a presentar la cerviz al tribuno Dextro, y dio la suya a Querea. La fortuna no ha colocado a nadie en situación que no pueda temer lo que le permitió hacer a los otros. Desconfía de la tranquilidad presente: el mar cambia en un momento, las naves se sumergen en el mismo punto en que poco antes habían encallado.

[8] Piensa que un ladrón o un enemigo puede sorprenderte y degollarte; y por no recurrir a otro poder, no hay criado que no tenga tu vida y tu muerte en sus manos. Te aseguro que quien desprecia su vida es dueño de la tuya. Si recuerdas los ejemplos de los que han perecido por sorpresas o por violencias domésticas, encontrarás que el odio de los criados ha hecho sucumbir a tantos como la cólera de los príncipes. ¿Qué importa que sea poderoso aquel a quien temes, puesto que cualquiera lo es bastante para, hacer lo que temas?


[9] Tal vez si caes en manos de los enemigos, el vencedor te mandará a la muerte. — Pues a ella vas. ¿Por qué te engañas a ti mismo fingiendo no haber comprendido hasta el presente lo que estás haciendo tanto tiempo ya? Porque te aseguro que marchas a la muerte desde el día en que naciste. Necesario es, pues, alimentar nuestro espíritu con otras consideraciones, si queremos llegar plácidamente a esa última hora cuyo miedo perturba todas las demás.

[10] Para poner fin a esta epístola, recibe lo que más me ha agradado hoy (y esto también lo he recogido en jardines ajenos): «La pobreza que está conforme con la ley de la naturaleza es grande opulencia.» ¿Sabes en qué consiste esta ley? En preservarnos del hambre, de la sed y del frío. Para evitar estas cosas no es necesario mostrarse asiduo a las puertas de los grandes, ni exponerse a su huraño desprecio o a su negligente urbanidad: no es necesario surcar los mares ni seguir los ejércitos. Con facilidad se encuentra lo necesario; colocado está delante de nosotros.

[11] Solamente se trabaja por lo superfluo; esto es lo que nos hace desgastar nuestras togas, lo que nos envejece en los campamentos y nos lleva a países extranjeros. Tenemos en las manos lo que nos basta. El que se acomoda a la pobreza es rico. Adiós.

Referencias

  • Epístolas morales por Lucio Anneo Séneca, Epístola IV, Traducción directa del latín por D. Francisco Navarro y Calvo (1884)