Epístola 26

Epístola vigésima sexta de las Epístolas Morales a Lucilio

Traducciones

Traducción de Francisco Navarro y Calvo

Alabanzas de la vejez

[1] No hace mucho que te decía: me encuentro delante de la vejez, y ahora temo que ya la he dejado atrás. Este nombre no conviene ya a mi edad cansada, aunque no quebrantada. Cuéntame entre los decrépitos y que ya tocan a su fin.

[2] Te aseguro, sin embargo, que me congratulo de no sentir la vejez más que en el cuerpo y no en el espíritu; tanto se debilitaron los vicios y todo lo que les sirve. El espíritu se encuentra vigoroso y se regocija de no tener ya tanto comercio con el cuerpo. Como se ve libre de mucha parte de su peso, se alegra, disputa conmigo que no es viejo y que aún se encuentra florido.

[3] Creámosle, y que goce de su felicidad. Mas bueno será examinar qué deba a la sabiduría y qué a la edad en esta moderación de pasiones; y de examinar es también cuidadosamente qué pueda hacer y qué no quiera hacer en el caso de poder hacerlo. Porque si hay algo que no pueda hacer, no lamento mi impotencia en atención a que no debemos quejarnos de que llegue a su fin lo que ha de tener término.

[4] — Sensible es en alto grado, dirás, verse disminuir y decrecer, y, por decirlo así, corroerse; porque no recibimos de improviso el impulso y caemos, sino que cada día nos quita algo de nuestras fuerzas.

— ¿Y qué cosa mejor puede ocurrimos que resbalar suavemente hacia el fin por el desfallecimiento de la naturaleza? Y no porque sea grave mal ser arrojado bruscamente de la vida, pero siempre es más dulce salir de ella insensiblemente. En cuanto a mí, te aseguro que me observo y hablo como si hubiese de sufrir la prueba y como si estuviese próximo ese último día que debe juzgar de todos los otros.

[5] «Todo cuanto, hasta ahora, me digo, hemos mostrado con palabras y acciones, nada es: talentos de espíritus ligeros y falaces: veré al morir cuanto haya aprovechado: por esta razón me preparo seriamente para aquel día, en que podré juzgar con lucidez si he tenido la virtud en los labios o en el corazón, y si tantas palabras atrevidas como he pronunciado contra la fortuna eran producto de disimulo y vanidad.

[6] No te detenga lo que los hombres piensen de ti, que siempre es muy incierto y opuesto; tampoco te detengan tus estudios; examina toda tu vida y verás que solamente la muerte puede juzgar de ti. Lo repito; los estudios, discretas conversaciones y las sentencias tomadas de los sabios de la antigüedad, no son pruebas de las fuerzas del alma; a las veces hablan los más tímidos con grande atrevimiento; se conocerá por qué has obrado, cuando hayas exhalado el espíritu. Acepto la condición y no temo el juicio.»

[7] —Esto me digo a mí mismo, pero imagina que te lo digo a ti. ¿Eres joven? ¿qué importa? la muerte no cuenta los años, ignoras dónde te espera; por esta razón debes esperarla en todas partes.

[8] Deseaba concluir y ya iba a cerrar esta carta, pero recuerdo que es necesario pagar el porte. Aunque no te dijera de dónde tomo el préstamo, demasiado sabes de qué arca lo saco. Espera un poco aún; lo encontraré en mi biblioteca, pero me lo prestará Epicuro. «Considera qué es más cómodo, si esperar la muerte o salir nosotros a su encuentro.»

[9] El sentido es claro: magnífica cosa es aprender a morir. Considerarás tal vez que es superfluo aprender una cosa que solamente puede utilizarse una vez: por esta razón debe pensarse en ello, porque siempre debe estudiarse aquello de que no estamos seguros de servirnos bien.

[10] Piensa en la muerte; quienquiera que te diga esto, te impulsa a pensar en la libertad. El que sabe morir, no sabe servir, y si no está por encima, al menos está más allá de todos los poderes. ¿Qué valen contra él todas las cadenas y cárceles si tiene siempre una puerta libre? Una cadena solamente nos sujeta; el amor a la vida, que no debe extinguirse, pero sí moderarse, con objeto de estar siempre dispuestos para, en caso necesario, hacer en el acto lo que hemos de hacer alguna vez. Adiós.

Referencias

  • Epístolas morales por Lucio Anneo Séneca, Epístola XXVI, Traducción directa del latín por D. Francisco Navarro y Calvo (1884)