Epístola vigésima de las Epístolas Morales a Lucilio
Traducciones
De la inconstancia de los hombres
[1] Mucho celebraré que estés bueno y juzgues que llegará un día en que te pertenezcas a ti mismo, porque será muy glorioso para mí poder librarte de esa situación en que fluctúas sin esperanza alguna de salir. Pero lo que más deseo y te ruego, querido Lucilio, es que hagas reposar la filosofía en el fondo de tu corazón, y que reconozcas los progresos que has hecho, no por discursos y escritos estudiados, sino por la firmeza de tu ánimo y debilitación de tus pasiones.
[2] Comprueba tus palabras por los efectos; no se trata aquí del deber de un declamador que pretende aplauso, ni de el de un sofista que solamente pretende divertir a jóvenes desocupados, discurriendo agradablemente acerca de diferentes materias. La filosofía enseña a obrar, no a hablar; quiere que cada uno viva a la manera que prescribe, que estén en armonía nuestras palabras con nuestras acciones, y que en esto no haya diferencias. Una de las ventajas principales y elevada muestra de sabiduría es que las acciones concuerden con las palabras y se vea siempre al hombre igual consigo mismo. ¿Quién podrá conseguirlo? Pocos en verdad; sin embargo, existen algunos. Difícil es sin duda esto; así, pues, no digo que el sabio deba caminar siempre al mismo paso, pero sí por el mismo camino.
[3] Considera si tu traje corresponde a tu casa, si eres espléndido en tu persona y demasiado avaro en tu interior, si tu mesa es frugal y tus habitaciones lujosas. Imponte de una vez una regla, y obsérvala hasta el fin de tu vida. Existen algunos que se comprimen mucho dentro de su casa y se ensanchan cuando están fuera; esta desigualdad es un defecto que revela espíritu vacilante cuya conducta no es firme todavía.
[4] Pero quiero decirte de dónde procede esta inconstancia o desigualdad, y esta diferencia entre las acciones y voluntades: consiste en que nadie se propone un fin determinado, y, si se propone alguno, no se detiene en él, sino que pasa por encima; lo abandona, vuelve a él, y algunas veces abraza lo que antes condenó.
[5] Así, pues, prescindiendo de las antiguas definiciones de la sabiduría, me fijaré en esta, que comprende todas las condiciones de la vida humana. ¿Qué es la sabiduría? Querer siempre la misma cosa o rechazarla siempre. No añado la condición, con tal de que la cosa que se quiere sea justa, porque no existe nada que pueda quererse siempre si no es justo.
[6] Así ves que la mayor parte de los hombres no saben lo que quieren hasta el momento en que lo quieren, y que nadie está seguro de lo que debe querer o no querer. Diariamente se cambia de juicio y hasta se pasa al opuesto, y la vida en muchos es continua fluctuación. Termina, pues, lo que has comenzado; llegarás quizá al grado más alto, o al menos a uno tan elevado que tú solo podrás conocer que no es el más alto aún.
[7] “Pero ¿qué será, me dirás, de este considerable número de familiares?” Cuando tú no les alimentes se alimentarán ellos mismos, y en cuanto a los demás, tu pobreza te hará conocer lo que nunca hubieses podido saber por tus beneficios; porque tus amigos verdaderos permanecerán a tu lado, y se retirarán los que no por ti, sino por tu riqueza te seguían. ¿No es por esto solo amable la pobreza cuando descubre los que son verdaderos amigos? ¡Oh! ¡Cuándo llegará el día en que nadie mienta en honor tuyo!
[8] Emplea todo tu pensamiento, todo tu cuidado, todos tus deseos, en encontrar en ti mismo tu satisfacción y tu honor: ¿puede haber felicidad que se acerque más a la de Dios? Colócate tan bajo que no puedas caer; y con objeto de que puedas conseguirlo, aplicaré la sentencia que debe terminar esta carta.
[9] Epicuro me la suministrará de buena voluntad, aunque tú me envidies: «Tus palabras tendrán seguramente más autoridad cuando las pronuncies en un lecho de paja y con burdo vestido, porque no solamente serán dichas, sino también probadas.» Por mi parte, con más gusto escucho a nuestro Demetrio cuando habla casi desnudo, tendido en un jergón, porque entonces, más que preceptor, es testigo de la verdad.
[10] ¿Cómo? «¿No es posible despreciar las riquezas que se poseen?» ¿Por qué no? Creo que el hombre dotado de elevado espíritu, al verlas en derredor suyo e ignorando cómo han llegado a él, sonríe y oye decir que le pertenecen sin que él mismo lo sienta así. Mucho es ya no dejarse corromper por la compañía de las riquezas; grande es, en opinión mía, el que permanece pobre en medio de ellas; pero considero más seguro a aquel otro que es efectivamente pobre y nada posee.
[11] —Ignoro, me dirás, si el que supones podría soportar la pobreza si cayese en ella. —Y yo, que interpreto á Epicuro, ignoro si este otro, que es efectivamente pobre, podría despreciar las riquezas si llegase a tenerlas. Por esta razón es necesario examinar el ánimo del uno y del otro, y ver si el uno está satisfecho de su pobreza y si el otro es indiferente a sus riquezas; de otra manera, el jergón y la tela burda serían mala prueba de la virtud del hombre, puesto que es necesario saber si este hombre se acomoda a ese estado por necesidad o por elección.
[12] En último caso, el hombre discreto no debe correr hacia estas cosas como excelentes, sino prepararse a ellas como fáciles de soportar. Fáciles son, en efecto, querido Lucilio, y hasta agradables cuando nos acercamos a ellas después de meditarlas mucho, porque allí encontramos la seguridad, sin la cual ningún estado puede satisfacernos.
[13] Por esta razón considero que es conveniente elegir algunos días para disponernos a la verdadera pobreza por la práctica de la pobreza voluntaria, como lo hicieron frecuentemente los grandes personajes que antes cité; cosa mucho más necesaria en este tiempo en que las delicias han producido tanta molicie que consideramos insoportables hasta las menores incomodidades. Sin embargo, mejor es excitar y despertar nuestro espíritu representándole que la naturaleza pide muy poca cosa para nuestra subsistencia. Nadie nace rico; al que viene a la luz se le ordena contentarse con un poco de leche y un poco de lienzo; y con tales principios, después no nos bastan reinos. Adiós.
Referencias
- Epístolas morales por Lucio Anneo Séneca, Epístola XX, Traducción directa del latín por D. Francisco Navarro y Calvo (1884)