Epístola 15

Epístola décimo quinta de las Epístolas Morales a Lucilio

Traducciones

Traducción de Francisco Navarro y Calvo

De los ejercicios del cuerpo

[1] Costumbre fue de los antiguos, y aún se conservaba en mis tiempos, decir al comenzar las cartas: «Si estás bueno, todo va bien, yo estoy bueno.» Con igual razón podemos decir nosotros: «Si filosofas, todo va bien.» Porque en último caso, en esto está la salud, y sin ello el espíritu se encuentra enfermo. El cuerpo mismo, aunque sea robusto, solamente lo es a la manera de los furiosos y frenéticos.

[2] Por esta razón debes cuidar especialmente de conservar aquella salud; después atenderás a esta otra, que no te costará mucho trabajo, si quieres conservarte bien. Porque paréceme, querido Lucilio, que es necia ocupación y muy impropia de hombres de letras ejercitar los brazos, engrosar el cuello y robustecer los riñones: por mucho que engrueses y fortifiques tus miembros, nunca igualarás en peso y fuerza al buey; además de que la obesidad sofoca al espíritu y le hace pesado. Por esto debes oprimir cuanto puedas el cuerpo y dar latitud al espíritu.

[3] Los que se dedican a ejercicios violentos se entregan a muchas incomodidades, porque, en primer lugar, el exceso de trabajo agota los ánimos y hace al hombre incapaz de intensa aplicación y estudio serio, y además el peso de las viandas impide la sutileza. Ves también que los esclavos que enseñan estos ejercicios son gentes de mala vida, que no hacen otra cosa que beber y untarse de aceite, y creen haber empleado bien el día cuando han sudado mucho y bebido tanto vino como sudor han derramado. Beber y sudar es vida de enfermo.

[4] Existen ejercicios cortos y tranquilos que desarrollan el cuerpo y no ocupan demasiado tiempo, cosa que debe tenerse muy en cuenta. Ejemplos, la carrera, los movimientos de manos cargadas de peso, el salto arriba o a distancia, o el llamado saliano, o, hablando con más libertad, de batán: elige de estos ejercicios el que más te agrade, y el uso te lo hará fácil.

[5] Pero sea el que quiera el que elijas, vuelve pronto del cuerpo al espíritu y ejercítalo día y noche. Hacerlo así no cuesta mucho trabajo, porque ni el frío ni el calor, ni siquiera la ancianidad te impedirán cultivar un bien que mejora a medida que envejece.

[6] No significa esto que pretenda yo que estés continuamente fijo en un libro o en tus tablillas; necesario es dar al espíritu algún descanso que le recree y no le enerve. Bueno es hacerse llevar en litera; esto da movimiento al cuerpo y no impide el estudio, porque en ella puedes leer, dictar, hablar y escuchar; tampoco impide nada de esto el paseo.

[7] Tampoco debes descuidar el ejercicio de la voz; pero no puedo aprobar que la eleves con ciertos tonos y que en seguida la bajes. Si además quieres aprender a caminar, llama a gentes de esas a quienes la necesidad ha obligado a inventar reglas para ello; encontrarás quienes compensen tus pasos, cuenten los bocados que comes, y que llevarán su audacia hasta donde les permita tu paciencia. Y qué, ¿empezarás a hablar gritando y haciendo esfuerzos? Es tan natural conmoverse poco a poco, que los mismos abogados no gritan hasta después de haber hablado moderadamente.

[8] Nadie implora la fe de los Quirites desde los primeros momentos. Luego debes seguir el movimiento de tu espíritu, siendo en tanto enérgico, en tanto dulce, según se encuentren dispuestos tu voz y tu pulmón; mas cuando cobres aliento, cuida de que tu voz baje suavemente, y que no decaiga de pronto, experimentando los efectos de la dirección que se le imprime, y no extinguiéndose de manera brusca e indocta, porque no se trata de ejercitar nuestra voz, sino de ejercitarnos con ella.

[9] No te he librado de pocos cuidados al darte todos estos consejos, y quiero añadir a esta gracia un presente que no te desagradará. He aquí una máxima magnífica: «La vida de los necios es ingrata, tímida y agitada por el porvenir.» ¿Me preguntas quién ha dicho esto? El mismo que antes te nombré. Y ahora ¿cuál es a tu parecer esta vida de necios? ¿la de Baba y de Ixión? No, te lo aseguro; es la que llevamos nosotros, nosotros a quienes ciega avidez nos lleva a la investigación de multitud de cosas más propias para perjudicarnos que para satisfacernos, nosotros que ya estaríamos satisfechos si pudiese bastarnos algo, nosotros que no consideramos cuan dulce es no pedir nada y cuan magnífico vivir de lo necesario sin depender de la fortuna.

[10] Recuerda, querido Lucilio, los bienes que has adquirido, y en vez de considerar cuántas personas hay sobre ti, cuenta cuántas hay debajo. Si quieres ser grato a los dioses y a tu propia condición, piensa a cuántos te has adelantado. Mas ¿para qué has de pensar en los otros si te has adelantado a ti mismo?

[11] Establece un límite que no puedas traspasar aunque lo desees; algún día desaparecerán esos bienes tan peligrosos, mejores de esperar que de poseer. Si tuviesen algo de sólido, veríase al menos alguna persona satisfecha; pero no hacen otra cosa que irritar la sed del que los prueba, y el aparato del festín es lo que ordinariamente excita el apetito. ¿Por qué he de tener más agradecimiento a la fortuna que me da lo que flota en la inseguridad de los tiempos, que a mí mismo por no pedirlo? ¿Y cómo pedirlo a menos de haber olvidado la fragilidad de las cosas humanas? ¿Trabajaré para economizar? ¡Este es el último día! ¡y si no lo es, está muy cerca del último! Adiós.

Referencias

  • Epístolas morales por Lucio Anneo Séneca, Epístola XV, Traducción directa del latín por D. Francisco Navarro y Calvo (1884)