Epístola undécima de las Epístolas Morales a Lucilio
Traducciones
Cuánto vale la sabiduría para corregir vicios
[1] He hablado con tu amigo, que me ha parecido de buena índole, y la conversación que me tuvo desde luego me ha hecho conocer su excelente corazón, ingenio y capacidad: porque, a pesar de que me ha hablado casualmente y sin preparación alguna, me ha dado, sin embargo, muestras de lo que podrá hacer algún día. Cuando consiguió dominarse, apenas pudo contener el rubor que cubría su rostro: tan intenso era. Buena señal sin duda es esta en un joven, que, a mi parecer, podrá muy bien perseverar en él después que se cure de todos sus defectos, por mucha seguridad y sabiduría que llegue a adquirir. No hay sabiduría que pueda librarnos de los defectos naturales del cuerpo y del espíritu: el arte suavizará, pero no destruirá lo que está fijo y es ingénito.
[2] Hombres hay muy resueltos que no podrían hablar en público sin bañarse en sudor como si estuviesen ya cansados y acalorados; otros existen a quienes tiemblan las rodillas cuando quieren hablar, y a algunos les castañetean los dientes, se les entorpece la lengua y balbucean sus labios. Nadie se corrige de esto por costumbre ni por arte; la naturaleza quiere dar a conocer su poder, y recuerda a los más robustos lo que tienen más débil.
[3] A estas debilidades pertenece el rubor, que sorprende también a los varones más graves. Verdad es que con más frecuencia aparece en los jóvenes, que tienen la sangre más caliente y el cutis más fino, pero no por esto deja de alcanzar también a la ancianidad. Los hay que nunca son tan temibles como cuando se ruborizan, como si hubiesen prescindido de toda vergüenza.
[4] Sila era violentísimo cuando se le coloreaba el rostro. Nada era tan fácil de conmover como el semblante de Pompeyo, que con frecuencia se ruborizaba en compañías particulares, y frecuentemente también en asambleas públicas. Recuerdo que Fabiano se ruborizó al comparecer como testigo ante el Senado, y este pudor le sirvió admirablemente.
[5] No le ocurrió esto por flaqueza de ánimo, sino por la novedad del asunto, que algunas veces hace que sin quedar el hombre cohibido se sienta, sin embargo, emocionado cuando la naturaleza está dispuesta para ello; porque así como hay personas que tienen la sangre templada, otras hay que la tienen tan viva y sutil, que en el acto les sube al semblante.
[6] Como he dicho ya, esto no puede impedirlo ni la sabiduría más grande, porque de lo contrario sería dueña de la naturaleza. Lo que procede del nacimiento o del temperamento, permanece después que el espíritu ha trabajado para reformarse, y tan imposible es arrojarlo como hacerlo brotar.
[7] Los cómicos, que imitan todas las pasiones, que expresan el temor y el terror, que representan la tristeza, se sirven de estos signos para expresar la vergüenza: inclinan la cabeza, debilitan la voz, fijan los ojos en el suelo, y sin embargo no se ruborizan, porque esto no puede provocarse ni impedirse. La sabiduría no puede permitir ni impedir nada contra este género de males, que son independientes y vienen y se retiran por sí mismos.
[8] Tiempo es ya de cerrar esta epístola; pero deseo que te sea útil y saludable y la grabes profundamente en tu memoria: «Es necesario proponernos como modelo algún hombre honrado y tenerlo constantemente delante de los ojos, a fin de vivir como si estuviese presente y hacerlo todo como si nos contemplase.»
[9] Esto recomienda Epicuro, querido Lucilio; con razón nos ha dado el pedagogo y este observador, porque no se realizarían malas acciones si se tuviese un testigo cuando van a ejecutarse. Es muy conveniente que el espíritu se represente a una persona por la que sienta respeto, y cuya autoridad haga más eficaz aún el secreto. ¡Oh! ¡cuán feliz considero a aquel cuya mirada o cuyo recuerdo puede contener el vicio de otro! ¡Dichoso también aquel que puede reverenciar a una persona de tal suerte que, al recordarla, se mantenga en el deber! El que puede ejercer este respeto merecerá muy pronto ser respetado.
[10] Proponte a Catón, y si te parece demasiado austero, toma a Lelio, que es carácter más dulce; elige en fin aquel cuya vida y discursos te hayan agradado más, y haciéndote un retrato de su espíritu y semblante, contémplalo en toda ocasión, bien para consejo, bien para ejemplo. Repito que necesitamos un modelo al que se ajusten nuestras costumbres. Lo malo no lo corregirás sino con una regla. Adiós.
Referencias
- Epístolas morales por Lucio Anneo Séneca, Epístola XI, Traducción directa del latín por D. Francisco Navarro y Calvo (1884)