Epístola 30

Epístola trigésima de las Epístolas Morales a Lucilio

Traducciones

Traducción de Francisco Navarro y Calvo

Debe esperarse la muerte con ánimo tranquilo. Ejemplo de Basso

[1] El excelente Basso Aufidio, a quien vi poco ha, se encuentra muy cascado y hace cuanto puede para defenderse de la vejez; pero está ya tan agobiado bajo el peso de los años, que no creo pueda ya erguirse. Sabes que siempre tuvo cuerpo débil y enfermo, y que lo ha conservado, o mejor dicho, remendado a fuerza de cuidados; pero ha decaído repentinamente.

[2] Así como en la nave que hace agua pueden obstruirse una grieta o dos, pero si hay muchas no es posible salvarla, así también puede sostenerse por algún tiempo la debilidad de un cuerpo decrépito; mas cuando empieza a derrumbarse, como sucede a los edificios viejos, y se cae por un lado mientras se apuntala el otro, tiempo es ya de ver por dónde se podrá salir.

[3] Nuestro amigo Basso tiene espíritu alegre, y esto por privilegio de la filosofía, que da fuerza al espíritu dentro de cuerpo enfermo, le conserva dichoso y contento en la proximidad de la muerte y capaz de sostenerse en medio del desfallecimiento. El buen piloto no deja de bogar cuando se han rasgado las velas; y cuando todo está destrozado reúne algunos restos del barco para continuar su carrera. Esto es lo que hace Basso; porque contempla la proximidad de su fin con tanta tranquilidad, que le censuraría si viese consideraba de igual manera el fin de otro.

[4] Cosa muy importante es, querido Lucilio, y que solamente se aprende con mucho tiempo y mucho trabajo, saber partir sin sentimiento, cuando está agotada la fuente de la vida y se ha llegado a la hora inevitable. Los demás géneros de muerte llevan consigo alguna esperanza: cesa la enfermedad, extínguese el incendio; la caída de un edificio puede dejar sin daño en el suelo a aquellos a quienes debía aplastar; el mar suele arrojar incólumes a la playa a aquellos a quienes había sepultado en sus olas; el soldado retiene algunas veces la espada en el momento en que iba a atravesar a su enemigo; pero la vejez no deja esperanza a aquel a quien lleva a la muerte, porque nada puede oponerse a ella. Verdad es que no hay género de muerte que sea más dulce, como tampoco lo hay más largo.

[5] Al contemplar a nuestro amigo Basso, parece que se ha acostado en la tumba, que sobrevive a sí mismo y presencia indiferente su disolución. Porque nos dice muchas cosas de la muerte y procura persuadirnos de que, si hay algo desagradable en este asunto, no debe imputarse a la muerte, sino al que muere, y que no se experimenta más daño al morir que después de morir.

[6] Tan loco es el que teme lo que no ha de suceder como el que teme lo que no ha de sentir. ¿Es posible suponer que se sentirá una cosa que hará que no pueda sentirse nada? «Luego tan exenta de mal está la muerte, dice, que hasta excluye el temor si se la toma como es.»

[7] Bien sé que todas estas cosas se han dicho muchas veces ya, y se dirán muchas más aún; pero cuando las he leído o escuchado de labios de los que discurrían sobre ellas, censurando el temor de un mal del que se encontraban muy lejanos, no me han impresionado como cuando he oído a este anciano hablar de la muerte que tan cerca tiene.

[8] Te diré francamente que creo mucho más fuerte al que se encuentra en la agonía que al que está cerca de la muerte; porque cuando se muestra desnuda, inspira hasta a los más débiles la resolución de sufrir lo que no pueden evitar. Por esta razón vemos que el gladiador que nos pareció tímido en el combate, se entrega al enemigo que le derribó y presenta la garganta a la espada. Pero la muerte que está cerca y que se adelanta paso a paso, pide estudiada firmeza de corazón, firmeza que es muy rara y solamente se encuentra en el sabio.

[9] Por esta razón escuchaba con gusto al anciano hablando de la muerte, cuya naturaleza conocía tanto mejor cuanto más de cerca la contemplaba. Cree que darías tú más fe a quien resucitase y te asegurara por experiencia propia que no existe ningún mal en la muerte; puedes sin embargo conocer la turbación que produce la proximidad de la muerte cuando hablan los que se encontraron cerca de ella, que la vieron venir y la recibieron.

[10] Entre estos se encuentra Basso, que no quiere que nos engañemos, y dice que tan poca razón hay para temer la muerte como para temer la vejez; porque, así como la vejez sucede a la edad viril, así la muerte sucede a la vejez. Parece que no ha vivido el que no quiere morir, porque solamente con la condición de morir se le ha concedido la vida. Demencia es, por tanto, asustarse de la muerte, puesto que no debe asustar lo incierto, y lo cierto debe esperarse.

[11] La muerte es igual para todos y necesariamente inevitable. ¿Quién puede quejarse de una ley que a nadie exceptúa? La igualdad es parte principal de la equidad.

Pero es inútil defender aquí la causa de la naturaleza, que no ha querido tengamos ley diferente de la suya. Todo lo que hizo lo deshace, todo lo que deshace lo hace otra vez.

[12] Pero si la vejez disuelve y sin violencia saca de la vida, aquel a quien esto sucede ¿no debería dar gracias a los dioses por haberle llevado al descanso tan necesario y grato después de tan largo trabajo? Ves que algunos desean la muerte con más ahínco que otros piden la vida. Ignoro si muestra más valor el que pide la muerte o el que la espera con tranquilidad; porque a lo primero se suele llegar por movimiento de ira y despecho, y lo otro no puede hacerse sino por deliberación segura y tranquila. Los hay que, encolerizados, corren a la muerte, pero no que la reciban con regocijado semblante, excepto el que desde antiguo se ha preparado a ella.

[13] Confieso que por muchas razones he visitado con frecuencia a este hombre que tan querido me es, pero principalmente con objeto de ver si le encontraba siempre lo mismo, y si el vigor del espíritu no disminuía con las fuerzas del cuerpo; mas, por el contrario, veíasele aumentar como se ve aumentar la alegría de los jinetes cuando corren la séptima carrera y se ven cerca del premio.

[14] Siguiendo la opinión de Epicuro, decía: «En primer lugar, que estaba persuadido de que en los últimos momentos no se experimenta ningún dolor; que si lo experimentaba, se consolaría pensando que sería corto, puesto que los grandes dolores no pueden ser largos. En último caso, que si la separación del alma y el cuerpo se verifica con dolor, de gran alivio le serviría pensar que no podría experimentar otro; pero que sabía que el alma de los ancianos está en el borde de los labios y se desprende del cuerpo sin mucha violencia; que así como el fuego que prende en materia sólida no se extingue sino con mucha agua y a veces con la destrucción del objeto, así también el que no encuentra alimento, por sí mismo desaparece.»

[15] Confiésote, querido Lucilio, que oigo con gusto estas cosas, no porque sean nuevas para mí, sino porque me encuentro cerca de experimentarlas. ¿Que! ¿No he visto a muchos arrancarse la vida? Muchos he visto ciertamente y les he respetado, pero respeto más a aquellos que, sin aborrecer la vida, marchan dulcemente a la muerte y la reciben sin haberla llamado.

[16] Decía, además «que por culpa nuestra nos turba la muerte cuando la creemos cerca; porque ¿de quién no está cerca si puede llegar en todo lugar y en todo momento? Cuando contemplamos, dice, alguna causa que puede acarrearnos la muerte, consideremos cuántas otras hay que están más cerca de nosotros y a las que no tememos» Uno amenazaba a su enemigo con la muerte; se le adelantó un cólico y no le dejó nada que hacer.

[17] En fin, si queremos examinar las causas de nuestros temores, las encontraremos contrarias a las que creemos. No tememos la muerte, sino la idea de la muerte, porque siempre la tenemos igualmente cerca. Si se hubiese de temer la muerte, habría que temerla sin cesar, porque ¿qué tiempo está exceptuado para ella?

[18] Pero debo temer que aborrezcas más que a la muerte epístolas tan largas, por cuya razón concluyo. Tú, sin embargo, para no temer nunca a la muerte, no la olvides jamás. Adiós.

Referencias

  • Epístolas morales por Lucio Anneo Séneca, Epístola XXX, Traducción directa del latín por D. Francisco Navarro y Calvo (1884)