Epístola vigésima primera de las Epístolas Morales a Lucilio
Traducciones
De la verdadera gloria del filósofo
[1] ¿Crees que solamente debes ocuparte de aquellos de quienes escribes? Mucho más debes cuidarte de ti mismo, puesto que de continuo te atormentas; no estás muy seguro de lo que deseas; mejor sabes alabar la virtud que practicarla; ves claramente dónde reside la felicidad, pero no tienes valor para encaminarte a ella. Como no conoces quizá lo que te impide hacerlo, necesario es que te lo diga yo.
Estimas en mucho lo que tendrías que abandonar, y al mismo tiempo que te representas la tranquilidad de que gozarías, te detiene sin duda el brillo de la vida que llevan como si hubieses de caer en estado oscuro y sórdido.
[2] Te engañas, querido Lucilio; desde esta vida a aquélla se va subiendo. Tu existencia es diferente de aquélla, como el esplendor lo es de la luz; porque esta ilumina por sí misma y el otro brilla con claridad prestada; pero como la vida que tú llevas solamente tiene resplandor reflejado, no es de extrañar que si alguno llega a colocarse entre los dos quede cubierta de sombra, mientras que la otra a que aspiras conserva siempre la claridad que le es propia. Tus estudios te harán ciertamente ilustre y famoso.
[3] Quiero recordarte un ejemplo de Epicuro, quien, escribiendo á Idomeneo, hombre abrumado por grandes empleos y ministro de un príncipe demasiado absoluto, queriendo atraerle del brillante puesto que ocupaba a la práctica de una gloria verdadera y segura, le dijo:
«Si realmente aprecias la gloria, mejor te la harán conocer mis cartas que las grandezas que buscas y te hacen buscar.»
[4] ¿Crees que miento? ¿Quién conocería hoy a Idomeneo si Epicuro no hubiese hablado de él en sus cartas? Todos los grandes, los sátrapas y hasta el mismo rey, de quien recibía su esplendor Idomeneo, están sepultados en el olvido. Las cartas de Cicerón no permiten que perezca el nombre de Ático; de nada le hubiera servido su yerno Agripa, ni Tiberio, padre de su yerno, ni su biznieto Druso César, para conservar su nombre, si Cicerón no lo hubiese hecho conocer a la posteridad.
[5] Después de nosotros se amontonarán siglos, y pocos ingenios permanecerán erguidos, pudiendo defenderse largo tiempo del olvido antes de caer en la condición de los demás. Lo que pudo prometer Epicuro a su amigo te lo prometo yo, querido Lucilio. Tengo algún favor con la posteridad; puedo elegir personas y hacerlas vivir tanto como yo; vuestro Virgilio prometió hacer dos inmortales, como lo hizo:
«Afortunada pareja, si mis versos pueden conseguirlo, no moriréis jamás. Yo os haré durar tanto como el destino tenga sujeta Roma a los descendientes de Eneas.»
[6] Todos aquellos a quienes la fortuna ha elevado y que han participado del poder de los soberanos, gozaron de influencia y sus casas fueron visitadas mientras vivieron sus señores, pero desapareció su memoria en cuanto dejaron de existir estos príncipes; por el contrario, la estimación de los ingenios aumenta después de su muerte y pasa hasta a aquellos que tuvieron relación con ellos.
[7] Pero con objeto de que no se me tache de haber citado a Idomeneo sin oportunidad en esta carta, la terminaré a su costa. Epicuro le escribió esta bella frase para disuadirle de enriquecer a Pythocles por los medios ordinarios, queriendo que emplease otros más seguros: «Si quieres, dice, hacer rico á Pythocles, no debes aumentar sus tesoros, sino disminuir su codicia.»
[8] Esta sentencia es demasiado clara para necesitar interpretación y demasiado extensa para ser comentada. Mas no creas que se ha dicho esto solamente para los ricos, porque podrás aplicarlo a cuantos te agrade. Si quieres hacer virtuoso a Pythocles, dirás que no se debe aumentar sus honores, sino disminuir esa misma codicia: si quieres que Pythocles viva en continua satisfacción, dirás también que no deben aumentarse sus voluptuosidades, sino disminuir sus deseos. En fin, si quieres que su vida sea larga, dirás que de nada sirve aumentar el número de sus años, sino que es necesario disminuir el de sus pasiones.
[9] No creas que estos sentimientos son peculiares a Epicuro, le son comunes con todo el mundo. En cuanto a mí, creo que debe hacerse en filosofía lo que se hace ordinariamente en el Senado: cuando un senador, discutiendo, ha dicho algo que me agrada, le ruego que divida su voto, y me adhiero a la parte que me place. Recuerdo con gusto importantes sentencias de Epicuro, para demostrar a aquellos que buscan en este escritor pretextos para excusar sus desórdenes, que deben vivir bien donde quiera que se encuentren.
[10] Cuando entren en sus jardines y vean esta inscripción: «Huésped, aquí serás bien alojado; el bien sumo aquí es la voluptuosidad,» encontrarán dispuesto al guardián de aquella casa para recibirlos; es humanitario, afable, ofrecerá la polenta, agua en abundancia y dirá en seguida: «¿Acaso no se os ha tratado bien? En estos jardines no se provoca el apetito, sino se le satisface; no se irrita la sed con bebidas deliciosas, sino que se le apaga con un remedio natural y que no cuesta nada. Con esta voluptuosidad he llegado a la vejez.»
[11] Solamente te hablo de aquellos deseos que no escuchan a la razón y que es necesario satisfacer concediéndoles algo, porque en cuanto a esos apetitos extraordinarios, que no son tan apremiantes y que pueden dulcificarse o suprimirse, te diré que constituyen delicadezas que no son necesarias ni naturales y, por consiguiente, que nada les debes. Si algo les concedes, depende de tu voluntad. Pero el vientre no escucha mandatos; pide y grita, aunque no es acreedor molesto, con tal de que le otorgues lo que solamente le debes, y no todo lo que puedes. Adiós.
Referencias
- Epístolas morales por Lucio Anneo Séneca, Epístola XXI, Traducción directa del latín por D. Francisco Navarro y Calvo (1884)