Epístola 7

Epístola séptima de las Epístolas Morales a Lucilio

Traducciones

Traducción de Francisco Navarro y Calvo

Debe huirse de la multitud

[1] Me preguntas qué es lo que principalmente debes evitar. —La multitud. En ella no te encontrarás seguro. Confieso mi debilidad. Nunca salgo como entré en ella; despierta algo de lo que tenía adormecido, vuelve algún pensamiento que había desterrado. Lo que ocurre a los enfermos debilitados desde mucho tiempo, que no podrían sacarse al exterior sin perjudicarles, nos sucede a nosotros, cuando nuestro ánimo se restablece de larga enfermedad.

[2] La conversación de muchos nos es dañosa. Encuéntrase siempre alguno que favorece el vicio, que nos lo imprime o desliza. Cuanto mayor es la multitud a que nos mezclamos, más grande es el peligro. Pero nada es tan perjudicial a las buenas costumbres como detenerse mucho tiempo en los espectáculos públicos, porque el placer que se experimenta en ellos hace que se insinúe con mayor facilidad el vicio.

[3] ¿Qué quieres que te diga? Vuelvo más avaro, más ambicioso, más inhumano que era por haber estado entre los hombres. Por casualidad he asistido a un espectáculo a mediodía, en el que esperaba oír algunas buenas frases, contemplar juegos y diversiones para regocijar los ojos, contristados como estaban por la sangre humana que se acababa de derramar; mas, por el contrario, los combates que habían precedido eran actos de misericordia. Ya no hay juegos, esto es verdadera matanza; los combatientes están desnudos, y no descargan golpe en vago.

[4] Muchos prefieren esto a los gladiadores diestros y por parejas. ¿Y por qué no han de preferirlo? No hay casco ni escudo para detener el hierro. ¿Para qué la coraza? ¿para qué la esgrima? Eso solo sirve para retrasar la muerte. Por la mañana se expone a los hombres a los leones y a los osos; a mediodía se presentan a los espectadores los que han dado muerte a fieras de estas, y se les hace combatir entre sí. Cuando uno derriba a su contrario, se le detiene para que otro le derribe a él. La lucha termina por el hierro o por el fuego, y la suerte de los combatientes es siempre la muerte. Esto se realiza mientras está desocupada la arena.

[5] —Uno de esos había robado; ¿bien? merecía ser ahorcado. Otro era homicida; pues si mató, merecía castigo. —Pero tú, desgraciado, ¿qué has hecho? ¿quién te obliga a presenciar un espectáculo en que se grita: «Hiere, quema, mata? ¿Por qué va aquél con tanta timidez ante la espada? ¿por qué mata este con tan escasa energía? ¿por qué muere con tan poca resolución?» —Azótanles para hacerles combatir, y como sus cuerpos están expuestos y desnudos, reciben mutuamente todos los golpes que descargan. —«Ha terminado el espectáculo, y se degüella a los hombres para que nada quede por hacer.» ¿Pero no comprendes que los malos ejemplos se vuelven en contra de aquellos que los dan? Dad gracias a los dioses inmortales porque enseñáis crueldad a quien no puede aprenderla.

[6] No se debe dejar en medio de tales espectáculos un alma tierna que no está confirmada en el bien: fácilmente se sigue el gusto de la multitud. Tal vez habrían cambiado de costumbres Sócrates, Catón y Lelio si hubiesen tratado a muchas personas con sentimientos opuestos a los suyos; tan cierto es que nadie, especialmente cuando educamos nuestro espíritu, puede resistir la fuerza de los vicios cuando vienen tan acompañados.

[7] Un solo ejemplo de lujuria o de avaricia hace mucho daño; un hombre delicado con quien comamos ordinariamente, puede hacernos caer en la molicie y enervarnos poco a poco; un vecino rico irrita nuestra codicia, y un compañero malvado comunica su veneno al espíritu cándido y sencillo: ¿qué crees que sucede a aquel a quien la multitud se empeña en pervertir? Necesario es que imites u odies

[8] Y sin embargo es preciso evitar lo uno y lo otro, porque no te has de hacer igual a los malvados porque son muchos, ni hacerte enemigo del mayor número porque no se te parecen. Recógete, pues, en ti mismo tanto cuanto puedas; busca a aquellos que pueden hacerte mejor, y recibe también a aquellos a quienes puedas tú mejorar. Esto es recíproco: los hombres aprenden cuando enseñan.

[9] Sin embargo, no te has de exhibir por todas partes para hacer gala de tu ingenio y dar lecciones públicas. Te lo permitiría si tus sentimientos estuvieren acordes con los del pueblo; pero no hay nadie que pueda comprenderte, exceptuando tal vez uno o dos, y a estos tendrás que formarlos y hacerlos capaces de entenderte. —¿Para quién he aprendido todo esto?—No temas haber perdido el trabajo; lo has aprendido para ti.

[10] Para que no me digas que hoy no he aprendido más que para mí mismo, te comunicaré tres bellas sentencias, que he encontrado casi sobre este asunto, una de las cuales pagará la deuda de este día, y las otras dos te las daré por adelantado. Demócrito dice: «Cuento un hombre solo por todo un pueblo, y a todo un pueblo por un hombre solo.»

[11] Bien hizo aquel, sea quienquiera (porque no se sabe quién es el autor), que respondió con mucha oportunidad al que le preguntó para qué servía el exquisito refinamiento de su arte, en atención a que muy pocos podrían comprenderlo: «Me bastan pocos, me basta uno, me basta ninguno.» La tercera sentencia es admirable. Escribiendo Epicuro a un compañero suyo de estudio: «Las cosas que creo, dice, no son para todo el mundo; no son más que para ti Solo, porque uno y otro somos recíprocamente teatro bastante grande.»

[12] Debes imprimir estas palabras en tu memoria, querido Lucilio, con objeto de que desprecies el agasajo de los aplausos que parten de considerable número de personas. Muchos te estiman. Pues bien: ¿existen en ti todas esas cosas que tanto te alaban y agradan a la muchedumbre? aprovéchalas para mejorar tus bienes interiores. Adiós.

Referencias

  • Epístolas morales por Lucio Anneo Séneca, Epístola VII, Traducción directa del latín por D. Francisco Navarro y Calvo (1884)